martes, 28 de junio de 2011

Felicidades mi Tamargochis


Este escrito nació hace casi 6 años, dos horas después de fallecida mi angüelita, me sentía muy triste y lo único que pude hacer fue escribir sobre ella. Ha pasado el tiempo pero la sigo recordando con mucho amor y como el 11 de Julio es su cumpleaños, publicar mi escrito me parece la mejor forma de felicitarla.


Fue el 11 de Julio de 1923 cuándo a Micaela y Memín les nació Margarita Ibarra Acosta, la primogénita y mi angûelita, Margochis o mi Tamargochis. Fue la mayor de seis hermanas y, con todo respeto para las tías de mi mamá, también fue la más bonita de su casa y de todo el pueblo.

Su vida fue, por lo menos como ella la contaba, parecida a un libro de García Márquez, de las lágrimas a la risa y siempre magnificado. Vivió de todo, tragedia, comedia, romance, amor, desamor, pasión, decepción, grandes alegrías y tristezas, en fin, no hubo emoción que no experimentará, pero lo que la hizo diferente de tantas y tantas personas fue la forma en que las vivió. Para ella cualquier pequeño detalle era un acontecimiento y por lo tanto su vida habrá sido muchas cosas pero nunca aburrida.

El primer episodio intenso lo vivió con la muerte de su hermanito. Estaban jugando junto a las vías del tren cuándo se le atoró el zapatito. Como todos los accidentes, fue un descuido terrible. La muchacha estaba “echando novio” y se dio cuenta tarde que el niño estaba en peligro… literalmente se lo llevó el tren. La pobre Marga quedó marcada por el susto, la impresión y la culpa de la muerte de Manuelito, el único varón que nacería en esa familia (fueron siete hermanas). Siempre pensó que pudo haber hecho algo, pero era una niña de 6 años ¿qué podía haber hecho? Bajo esta creencia logró crear el castigo perfecto en su cuerpo, poco a poco comenzaron a salirle una manchas que recorrían todo su cuello, se le conoce como Vitíligo. Esas manchas fueron un constante recordatorio por el error que asumió como propio, y siendo tan bonita siempre se sintió incómoda y “marcada”.

Creció hermosa, coqueta y encantadora. Me la imagino en su juventud con su hermosa sonrisa y alegría haciendo suspirar a todos. Por eso, cuando llegó al pueblo el guapísimo médico que iba a hacer su residencia en tan pintoresco lugar la escogió como su novia. Al poco tiempo se casaron y tuvieron dos, también guapos, hijos Juan y Margarita.

Después de algunos años decidieron venir a la ciudad de México. Mi abuelo estableció su consultorio y su abnegada esposa lo ayudó todos los días a atender la consulta, tanto que hasta un poco médica se volvió. Es más creo que mi abuelo era doctor y ella curandera. En algún momento la suertuda se sacó la lotería. Había comprado algunos pedazos del premio mayor. Con ese dinerito puso una farmacia con fuente de sodas, muy “sixties”, pero no resultó muy buena para los negocios, quebró. Y aunque no me lo crean, un tiempo después le volvió a pegar al gordo de la lotería. Es la más pura verdad, así era la magia de mi Margochis. Esta vez lo invirtieron en una de las más grandes pasiones del matrimonio, la arqueología. Visitaron casi todas las zonas arqueológicas del país coleccionando grandes recuerdos del pasado. Amaban nuestras antiguas civilizaciones y tenían tanto conocimiento de ellas que cualquier experto podría quedarse boquiabierto.

Mientras tanto su vida pasaba entre la consulta de mi abuelo, atender su casa y a sus hijos. A los dos los vio convertirse en médicos y se enorgullecía de ellos. A la par, pasó momentos sumamente difíciles y sufrió con intensidad, pero también con férrea voluntad decidió siempre seguir adelante con una sonrisa. Cuando estaba triste, estaba triste en serio, se le notaba, se entregaba al drama; pero cuando se recuperaba y reía contagiaba a todos a su alrededor. Su risa, de tan bonita, parecía música.
Con el tiempo su hija tuvo su propia historia, se casó y tuvo tres hermosos nietos que la amamos profundamente y agradecemos a la vida haber tenido sus caricias, su dulzura, sus travesuras, sus despertadas despacito y llenas de amor.

En 2000 murió su compañero de vida, entonces comenzó a secarse, a verse cansada y empezó a despedirse de la vida. En 2002 decidió irse a vivir junto al mar, uno de los amores que le heredé, pero ni el amor al olor a sal ni las serenatas marítimas lograron que quisiera seguir viviendo. Murió en Enero del 2006, flaquita flaquita, pero hermosa como siempre fue.

En mis memorias desde pequeña la recuerdo alegre, cantarina, simpática, chistosa y amorosa. Tenía varios detalles que la hacían ser única, irrepetible y maravillosa. Nunca dejó de ser una niñota, por lo que era muy divertido estar con ella. Siempre había chistes, bromas, comentarios mordaces anécdotas maravillosas y pláticas interminables tratando de descifrar los detalles más insignificantes de la vida y del universo.

Su coquetería era impresionante. Todos los días se le veía muy arreglada y sonriente. Aún cuando estuviera enojada o triste, si pasaba frente a un espejo volteaba y sonreía. Decía que no importaba lo que pasará en la vida, ella nunca debía de verse en el espejo más que sonriendo porque cuando más bonita se veía, estaba enamorada de su imagen. Sin embargo siempre tuvo la inseguridad de las manchas en su cuello, buscaba esconderlas con mascadas, cuellos de tortuga y collares muy anchos que alejarán la atención de ella. Nadie lo notaba, pero ella sabía que estaban ahí. Para mí sus manchas eran algo natural y definitivamente no la hacían ser menos bonita, pero para ella, más que un problema de estética, eran un recordatorio de algo que sentía había tenido que evitar. Con el paso de los años estoy segura que esa culpa comenzó a disolverse en su corazón porqué poco a poco fueron desapareciendo, hasta que su cuello quedó sin rastro de ellas. Por esa desaparición creo que no importa cuánto tiempo pasé, uno siempre puede curar las heridas del alma, y el cuerpo es el primero en manifestar cuando se va logrando la armonía interna.

Mi angüelita hermosa tenía un alma sensible y artística. Escribía, tocaba el piano, cantaba y pintaba. Era como esas mujeres del romanticismo europeo que aprendían artes para entretener y enamorar;  justo eso hacía mi Tamargochis, enamoraba a todo el mundo a su alrededor. A mí me enamoró de forma absoluta y aún hoy, varios años después de su muerte, repaso esta líneas sintiendo una agujita en mi corazón.

De ella heredé muchas cosas, no sé si es por la afinidad de haber nacido bajo el mismo signo o por alguna otra razón, el caso es que teníamos muchas cosas en común. Más que cosas en común pienso que integré varios de sus intereses para estar cerca de ella.
Compartíamos el gusto por escribir y leer poesía, la afición por la lectura nos daba horas y horas para platicar. Fue ella quién me presentó uno de mis mejores pasatiempos, las revistas de crucigramas, cruzadas y juegos de lógica. Me acuerdo que podíamos pasar horas sentadas en la sala en silencio, cada una con sus crucigramas, únicamente nos hablábamos para ayudarnos con alguna respuesta. Yo tenía como 14 años y amaba las tardes con ella.

Además de lo anterior, era bien metiche y en todo arguende quería estar. Mis abuelos vivían en una privada, con tan buena suerte para este ser tan interesado en la vida de los demás, que su casa estaba justo al fondo de la privada. Desde su sillón favorito de la sala podía ver las entradas, salidas, peleas, idas de viaje, cambios de coche o hasta de peinado de sus vecinos. Vaya que se dio vuelo en el chisme tejiendo fantásticas historias de su comunidad. También tejía lindos suéteres, bufandas, chalecos, carpetitas y demás monerías.
Alguna vez mi hermana y yo le pedimos que nos enseñara a tejer y con su gran paciencia nos enseñó gancho derecho, gancho izquierdo. Nunca pude hacer nada más que unas tripas largas que tejía y destejía, pero me sentía tan grande sentada en su sala con mis agujas y mi canasta, platicando con ella, mi mamá y mi hermana mientras tomábamos café, eso era ser una señorita, ¡sí señor!

La comida era uno de sus fuertes. Como buena abuela cocinaba que hasta los frijoles eran de rechupete. Le encantaba cocinar como una forma de demostrar amor. Siempre tenía algo rico para comer, incluso, cuando llegabas de sorpresa te decía no tengo nada pero a ver qué hacemos , entonces empezaba a sacar y sacar “sobritas”, no recuerdo alguna vez que no haya comido delicioso, no rico, siempre delicioso.
Para mi cumpleaños siempre me hacía camarones, mi platillo favorito. Yo sabía que algún día alrededor a la fecha me preparaba todos los camarones, al ajillo o “con gabardina” (empanizados), que me pudiera comer. Me encantaba porque eran deliciosos y especialmente cocinados para mí.

Recuerdo mucho su olor, era muy especial como dulzón. Toda su ropa olía a Marga, así decíamos cuando nos prestaba un suéter o cualquier cosa huele a Marga y te sentías abrazada. De hecho mi hermana Luciana huele un poco a Marga, los olores nos llevaban a plácidas sensaciones.

Cuando estaba en prepa tuve una época en que todos los jueves iba a tomar café con ella. A veces nos quedábamos haciendo crucigramas en la sala, otras nos íbamos a la Zona Rosa a una cafetería que se llama Auseba. Era diabética, pero obviamente no le importaba en lo más mínimo, llegaba y pedía chocolate caliente con galletitas. Yo le decía Marga te tienes que cuidar el azúcar pero desde que lo estaba diciendo ya sabía que iba a hacer lo que se le diera la gana
En esas tardes me contaba tantas historias de su vida y de la vida en general, el tiempo siempre se iba rapidísimo, era una excelente conversadora. Cada vez que salía de ahí pensaba cuándo sea escritora, mi primera novela va a ser sobre la vida de Marga. Pues no fui escritora, aunque todavía no descartó eas posibilidad, tampoco esto es una novela, pero hablar de ella y de sus detalles ayuda a que siga cerca. Dicen que la muerte sucede cuando te olvidan, pero yo nunca voy a olvidar a mi angüelita hermosa y querida. No puedo olvidarla, porqué muchas de las cosas que soy son por ella y en mí viven su amor, su fuerza y su alegría.

Hace 6 años me despedí de su cuerpo, su risa, de sus manos lisitas lisitas - que nunca fueron de gente mayor, eran claras, sin machas ni arrugas y muy suaves- me despedí de su voz, pero su alma y su luz se han quedado aquí conmigo bien guardadas en mi corazón.