Comentan por ahí que los niños y los borrachos siempre dicen la verdad, para ser sincera yo pensaba que esa era la más vil y pura de las mentiras. Permítanme les explico porqué:
De niña yo era bien, pero bien mentirosa, No me dejaron tarea… ya la acabé… yo no me comí el pastel –me atrevía a decir con la boca aún embarrada de chocolate- yo no fui, fueron mis hermanos… ya me acabé la comida… hoy no me dieron las calificaciones… sí hice la tarea pero se me olvidó en mi casa… se cayó solito, yo no lo rompí.
Y borracha….., bueno, puedo inventar las mejores historias del mundo. Exageró anécdotas, me convierto en súper heroína, juro, prometo, invento chismes, niego hechos con la desfachatez de un niño, en fin, ya saben a qué me refiero.
Pero ¿qué creen?... que desde el otro día me da la gana creerme completito ese dicho.
Después de una semana muy atareada necesitaba irme de fin semana de menos a Cuernavaca a un spa. Como era puente no encontré ningún buen lugar que tuviera espacio, así que me fui a un hotelito con una amiga. Al llegar no me pareció muy cómodo que hubiera varios niños, pero yo necesitaba descansar y eso iba a hacer.
Después de instalarnos en el cuarto, bajamos a la alberca en traje de carácter, entiéndase bikini. Al no tener nada mejor que hacer comenzamos la típica rutina femenina, nada tan de mujeres como criticar la lonja propia.
Yo le conté a mi amiga como había pasado por todas las etapas; el bikini grande para taparme, usar playerita de tirantitos para estar cómoda, traer pareo todo el tiempo, comprarme traje de baño completo, hasta que regresé a los bikinis chiquitos, esos que podía ponerme libremente a los 18 años. Ya me asumí con mi pancita- le dije con toda tranquilidad- y además me he dado cuenta de que mientras más chiquito el bikini menos es la carne que aprieta. Respire profundamente al terminar de decir esto y, con la soltura que da la edad, seguí tendida panza para arriba lonja para abajo disfrutando del sol.
Continuamos platicando muy a gusto de nuestros defectos corporales, revisándonos y destazando cada milímetro de piel, disfrutando de ese juego femenino en el que competimos por decir que nuestras estrías son peores que la celulitis de la otra.
Mientras estábamos en este extraño ejercicio de auto contemplación proseguí con mi rutina de “embellecimiento”. Me puse mi gorrito y mucho bloqueador del 40 en la cara, ese que deja una capa blancuzca. Podré tener celulitis, pero arrugas, ¡jamás! –dije con toda seriedad. Ya nada más para acabarla de amolar ¡todavía me senté para ver mi revista!, postura que hace que la panza se frunza más y favorece la joroba, porque como quiera acostada te defiendes con la piel estirada. Conclusión, no era la mejor imagen de mi misma en escenario de alberca.
Así estaba yo, torturándome con las imágenes photoshopeadas de modelos y figuras famosas justo después de haber renegado de mi cuerpo hasta el cansancio cuando de repente siento una mirada que me despierta incomodidad por mi poco glamorosa situación. Lentamente subo mis ojitos entre queriendo y no encontrarme con la fuente de mi incomodidad, para mi sorpresa me topé con los inocentes ojos de un niño como de 8 años que venía tomado de la mano de su mamá. Me sonríe, le sonrió y conforme va pasando junto a mí veo que me dice algo que no entiendo. Llena de curiosidad le digo hola, no te entendí ¿qué me dijiste? Él, con la inocencia, SABIDURÍA y HONESTIDAD de los niños me dice que estás bien bonita, acto seguido continuó su camino tan campante sin saber lo que había provocado en mi.
En ese justo momento mis lonjas se esfumaron, mis músculos se tensaron y no pude encontrar un sólo gramo de grasa en mi cuerpo o en mi cerebro. Todos los comentarios que construí durante los cuarenta minutos previos parecían muy lejanos de mi, ahora, escultural cuerpo y tersa piel.
Desde ese día creo ciegamente en la sabiduría popular mientras juro a pie juntillas que los niños SIEMPRE dicen la verdad.
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